Segunda carta

Hola de nuevo… papá,

No puedo soportar más el dolor que me ata a esta cama. La única ventana al exterior es la televisión que me emborracha el cerebro. Sé que no voy a salir más de esta casa, pero necesito enriquecer de alguna manera esta vida de clausura.

La televisión me ayuda a recordar la naturaleza que ya no puedo disfrutar. Echo de menos los ríos y los frondosos bosques que tanto me gustaba visitar – Hampstead Heath, Richmond Park, Epsom Common, New Forest y tantos otros. Pero necesito comunicarme con personas reales, con gente que aporte a mi vida la normalidad que le falta. Estoy saturado del tipo de personas que aparecen en los concursos de televisión dónde ganan un frigorífico de último modelo mientras pierden la dignidad. En la mayoría les tratan como si fueran idiotas.

Necesito tomarme otra pastilla o tendré que cerrar los ojos y dejar de escribir. Cuando me concentro y respiro profundamente consigo controlar el dolor y no le permito que me domine. Sigue ahí, agazapado, pero se manifiesta de manera menos intensa. Espera entonces a que me distraiga, a que me entretenga con algo para atacarme otra vez desde un frente distinto.

Mamá pasa mucho tiempo conmigo y me habla de todo sin entrar nunca en detalles. Pero yo encuentro su vida, así como la de sus amigas, tan irreal como las de los personajes de las series televisivas que sigo. Tu mujer – porque aún lo es – no puede darme la normalidad que necesito para no volverme loco. Tengo que encontrar la manera de estar en contacto con el mundo real.

Cuando quedó “viuda” yo tenía cinco años, – ¿lo recuerdas? –, y desde aquel momento se dedicó a labrarme un magnífico porvenir con el dinero que heredé tras tu muerte. Lo hubiera conseguido de no haber sido yo secuestrado por esta maldita enfermedad que me tiene preso entre estas cuatro paredes. Siempre fui un hijo modélico, el que estudiaba sin parar mientras sus compañeros bebían cerveza y tonteaban con los primeros cigarrillos, el que pasaba los fines de semana repasando preocupado por el siguiente examen y no por si Suzie o Linda le dejaría tocarle el pecho al despedirse el sábado por la noche. 

Obtenía resultados brillantes en un colegio elitista que mamá se pudo permitir solo gracias al dinero de tu póliza de seguros. Pero no te confundas, nunca he sido ninguna lumbrera. Las excelentes notas las conseguía a base de muchas horas de estudio que, combinadas con el deporte y otras actividades extraescolares como el ajedrez, no me dejaban tiempo ni para plantearme qué quería hacer con mi vida.

Mientras a mí se me iban los días encerrado en mi cuarto con mis libros, entrenando con el equipo de futbol del colegio o practicando con el grupo de ajedrez, mamá se dedicaba a gastar dinero con sus amigas, la mayoría divorciadas. Se pasaban la semana de tienda en tienda y tomando el té en algún sitio refinado mientras se criticaban las unas a otras. Llegaba a casa con el tiempo justo para darme la cena, mandarme a estudiar más – qué pensaría que había estado haciendo yo todo el día – y cambiarse de ropa. El noviete de turno, siempre más joven y sin ocupación conocida, pasaría a recogerla en el coche que ella le había regalado para llevarla a cenar.  

En aquel período de mi vida tenía más bien poco que agradecer a mamá. Si bien es cierto que yo era su principal preocupación, ella pasaba más tiempo disfrutando de todo tipo de caprichos con sus amigas y sus novios que conmigo. Comencé por esto a albergar un sentimiento de rencor hacia ella que crecía con el tiempo y que yo disimulaba. Solo tenía una cosa en la cabeza: alcanzar la mayoría de edad y tomar el control de mis finanzas. Mamá había mencionado que el beneficiario de la póliza de seguros era yo y no ella. Tenía decidido coger las riendas y cortar por lo sano, hacer desparecer de nuestras vidas a las arpías y los amantes interesados. Era cuestión de tiempo, pero faltaba todavía mucho para que yo me convirtiera en un hombrecito, y tampoco sabía que antes de hacerlo caería enfermo y mi mundo cambiaría de la noche a la mañana.

Mamá no pudo soportar el sentimiento de culpabilidad y se derrumbó. Su forma de compensarme fue cambiar su estilo de vida y convertirme en el centro de su universo. Por primera vez todo gravitaba en torno a mi persona.

Al principio de mi enfermedad lo más alarmante eran los desmayos pero, a pesar de sentirme agotado la mayor parte del tiempo sin existir razón ninguna que pudiera justificarlo, aún podía llevar una vida más o menos normal.  Mi madre no se separaba de mi lado. Se pasaba el día hablando con médicos y cerciorándose de que me encontraba bien en todo momento. Dábamos largos paseos por el vecindario, íbamos al cine, escuchábamos la radio y desde la sala de estar participábamos en nuestros concursos de televisión favoritos. Fueron los años más felices de mi vida.

Puede que el doctor Marsh no se equivoque después de todo, pues tiene la certeza de que las causas de mi enfermedad son psicológicas y no físicas. Yo siempre he estado dispuesto a creerle, ya que me parecía muy lógica la tesis de caer enfermo para retener a una madre ausente. Pero fue pasando el tiempo y los síntomas seguían yendo a peor, incluso con mamá al lado. Los síntomas deberían haber desaparecido, o mejorado si acaso, cuando ella comenzó a prestarme atención, pero el dolor siguió aumentando.

Puede que este dolor sea el precio que tengo que pagar para que mi propia madre me dedique parte de su tiempo.   

Esta carta me ha puesto triste. Cada vez que te escribo me pongo triste. La próxima vez trataré de contarte algo más alegre, aunque no sé si lo conseguiré.

Eliah